// julio 28, 2014 //
Históricamente (o debería decir: “tradicionalmente”) ha existido siempre en las ciudades una tensión centro-periferia en relación con el urbanismo específico de cada una. Las periferias tienen una naturaleza “espontánea” y los centros una naturaleza “trabajada”, y trabajada en el sentido más “Koolhaas-iano” el cual nos dice que los centros urbanos tienen hoy en día un estilo que se repite de ciudad en ciudad, cosa que, (el mismo Koolhaas menciona), nos impide “reconocer la vida” fuera del centro. Y cuando decimos “vida” nos referimos a calidad de vida (lo que sea que esto signifique en las diferentes idiosincracias y culturas del mundo, tampoco hay que ir de modernos).
Estamos entonces hablando de periferias normalmente acomplejadas, acomplejadas por no tener la aparente textura del centro, que es tanto como decir que el urbanismo equitativo sería capaz de restituir la felicidad en los barrios. Hay muchos ejemplos en los cuales la dignificación de los barrios se realiza a través de intervenciones urbanas, ya sea la ubicación de edificios clave para el funcionamiento de la ciudad o incluso la generación de espacios públicos de calidad ha dignificado barrios alrededor del mundo y solidificado el tejido urbano de las ciudades de las que forman parte. Regalos al barrio y sus habitantes que los reconoce como “vecinos de primera” dentro de su ciudad.
El urbanismo no es inocuo. En este tipo de intervenciones antes mencionadas, se aplica el principio, (definido por Oriol Bohigas) de “monumentalizar la periferia”, ya que éstas intervenciones en barrios, hasta entonces ignorados, les da un carácter e identidad de “casa”, de personalización, orgullo e identificación con los vecinos. “Esta es mi casa”, extendiendo el concepto doméstico hasta finalmente abarcar el barrio en su totalidad. Esta sensación, que nutre y articula los barrios, es difícil de conseguir en los centros, precisamente porque el centro es de todos, incluidos los turistas, y eso acaba despersonalizando incluso hasta los centros más arraigados.
Hace un par de meses se celebró (como se hace cada año) el Premio Europeo del Espacio Público Urbano (edición 2014), el cual este año tuvo el título de “Ciudades Compartidas”. Entre los finalistas de este año está la intervención de el mercado de los Encants en Barcelona (se “dignificó” mediante una intervención arquitectónica un espacio urbano que durante años a pertenecido a un mercadillo “de pulgas”), así como una divertida plaza en Rotterdam (la ciudad de Koolhaas), que cuando llueve conserva el agua como una capa decorativa de la plaza y cuando no, es un anfiteatro para otro tipo de eventos.
El proyecto ganador de esta edición, sin embargo, es la renovación del Vieux Port de Marsella. Antes de ahondar en esto, hay que recordar la relevancia que han tenido los frentes marítimos en el espacio urbano europeo de los últimos años, detonados tal vez desde la gran intervención urbana en Barcelona para las olimpiadas de 1992 y desde entonces contagiada a casi toda Europa.
El Vieux Port de Marsella es un espacio mágico, como los son todos los puertos urbanos de recreo bien gestionados. Su virtud principal (como lo fue la intervención en Barcelona para las olimpiadas del 92) es la de abrir el espacio de la ciudad al mar. Sobre todo en liberar el acceso a los muelles —antes colonizados por los clubs náuticos—, eliminar barreras y vallas, limpiar el entorno de obstáculos y permitir, en definitiva, que la gente llegue hasta el borde del agua, se siente con los pies colgando y admire el paisaje.
Antes de la intervención. Las instalaciones de los clubes náuticos, que abarrotaban el Puerto Viejo de barreras arquitectónicas y visuales, privaban al público del acceso al 80% de los muelles, donde, además, la hegemonía del coche ahuyentaba al peatón.
Haciendo una burda analogía con Cabo San Lucas, diremos que la ciudad inició así, con su frente abierto al mar, y ha acabado vallado, bloqueado, comercializado y con todas las superficies aptas construidas (y muchas tantas a medio construir), sin faltar el centro comercial que, por cierto, no acaba de funcionar. Entre la mirada diáfana de Marsella y la obstrucción de todos los volúmenes que se dan cita en Cabo San Lucas hay una distancia que no es meramente conceptual sino política.
En Baja California Sur actualmente todo lo construido (y por construir) es visto como especulación y pocas veces se visualiza dentro de una imagen urbana global. Sin embargo el no fracaso urbanístico, contrario a lo que se piense, radica en el vacío.
El problema es quedarnos con la imagen de los edificios huérfanos y a medio construir, con explanadas y arroyos vacíos. Encima el Ayuntamiento y su frivolidad no entiende de otros mecanismos de desarrollo (social, cultural, económico) que no sea la especulación inmobiliaria.
Ahora la gente mira el espacio y dice que está “vacío”. Nos han enseñado que lo lleno, lo construido, lo saturado es lo bueno.
Hay polémicas construcciones sin terminar en lugares estratégicos de Los Cabos, que son a los ojos del visitante y del ciudadano, espacios “vacíos”. Sitios con gran potencial que mediante su transformación, su regeneración, estos espacios ahora “vacíos”, podrían ser un espacio “abierto” incluyente y con las características necesarias para volverse hitos de la ciudad; podrían ser un espacio donde encajar cosas que no caben en ningún otro sitio.
El silencio y el desierto son también calidad urbana, si el entorno es seguro, si hay transporte, si tiene usos determinados cuando toca. La especulación es sobrecargar de usos unos espacios que enamoran cuando están vacíos. Creo que en Los Cabos empezamos a añorar los vacíos, sobre todo en temporada turística alta, y tal vez comencemos a valorarlos cuando sea ya demasiado tarde.